BOGART, SIMPLEMENTE BOGART…
Por Pepe Gutierrez Alvarez
Humphrey Bogart (Nueva York, 1899 – Hollywood, 1957), ha sido durante mucho tiempo el actor más emblemático de la izquierda cuyo imaginario fue forjado por la resistencia antifascista que tuvo en la izquierda de la llamada capital del cine en general y en el “cine negro” en particular, una de sus expresiones más populares, quizás la que más.
Bogart murió de un cáncer causado al parecer por el tabaquismo, a cuya difusión tanto influyó desde la pantalla. Actor de teatro (en 1935 actuó en la obra de teatro El bosque petrificado, cuya traslación al cine en 1936 le reportó un primer éxito), no fue hasta entrados los cuarenta cuando pasó de ser un secundario más al estrellato en un título que en un principio tenía que encarnar Ronald Regan: El último refugio (Raoul Walsh, USA, 1941), donde protagonizaba una de las muertes más bellas de la historia del cine, atrincherado contra la policía desde un escarpado escenario montañoso. Su rostro fue el del gángster desesperado que durante tanto tiempo había interpretado, cayendo abatido por la policía y su pasado moría bajo un amplio cielo desnudo.
Desde entonces convirtió en la representación de un héroe en su personaje, un “chico” que era malo y bueno y al revés, la culminación de una escuela que ya había encumbrado a Paul Muni, pero sobre todo a Edward G. Robinson y James Cagney, todos ellos de reconocidas conexiones izquierdistas; el primero llegó a visitar a Trotsky en Coyoacán, el segundo se implicó como pocos en la solidaridad con la República española de manera que en los años cuarenta sus nombres fueron borrados de las carteleras españolas.
Este Bogart de los años de guerra y segunda posguerra fue un tipo melancólico, el detective de rostro esculpido por experiencias amargas cuya sonrisa torcida pugnaba por salir para ocultar todo el dolor sufrido, la emoción a punto de desbordarse, un actor que se parecía mucha gente común pero cuyos ojos traicionaban lo que decía.
El “noir” o “Thriller” que inició su trayecto al principio del sonoro cobró con Bogart un sentido especial. Oscuros ambientes cargados de tinieblas, humo de incontables cigarrillos y la humedad espesa de la ciudad tras la lluvia: ése fue el hábitat del detective de los años 40. La voz en off del protagonista cortando el silencio de las calles oscuras y lluviosas o acallando ruidosas orquestas en los night clubs, mientras el “sabueso” se movía por una telaraña de corrupción, por un reino en el que el dinero marcaba la ley y arrastraba a mujeres de mirada oscura, tan ajenas como la mayoría a cualquier moralidad.
El “negro” fue el género que mayores pesadillas produjo en aquella democracia detrás de la cual se proyectaban unos negocios en cuyos márgenes se movía la delincuencia abierta.
Nada es lo que parece: en El halcón maltés (1941), que fue la tercera versión de la obra de Dashiell Hammett, película de culto, metáfora del capitalismo, un juego que de hecho comienza cuando acaba.
La dureza y el cinismo de Sam Spade se percibe en otras obras mayores comenzando por la mítica Casablanca (Michael Curtiz, USA, 1942), la película preferida de varias generaciones de izquierdistas -si nos atenemos, por ejemplo, a las respuestas dadas por buena parte de los invitados de “La Tuerka”, sobre todo por los varones canosos-. Su imagen fue la del último romántico, un tipo que se dice de nacionalidad beoda pero que guarda un secreto: se la jugó facilitando armas a la república española.
Se rodó casi en un ambiente de improvisación. Rodada en Marruecos, el resultado final puede considerarse un milagro del cielo si se tiene en cuenta lo accidentado de su producción. Poco antes, la Warner descubrió que contaba con un magnífico plantel de artistas, pero le faltaba una historia. El rodaje se inició sin haber acabado el guión; a los actores se les entregaba cada día el diálogo escrito la noche anterior que era retocado sobre la marcha, una improvisación que le confirió un verismo singular.
La trama es conocida, se la recuerda en las discusiones, se citan sus frases., hay hasta quien sabe tatarear la canción de la pareja con Sam al piano interpretando la famosa As time goes by (Mientras el tiempo pasa). Todo esto resulta todavía más insólito cuando la película fue un encargo, proyectado antes de Pearl Harbour, dándose la coincidencia que su estreno coincidió con la conferencia que Churchill y Roosevelt mantuvieron en… Casablanca.
La contribución de Bogart a la lucha antifascista se manifestó en 1944 con otros títulos: Pasaje para Marsella, nuevamente con Michael Curtiz y con la rubia Michéle Morgán supliendo a la insustituible Ingrid Bergman, un aporte subvalorado que conviene revisar, y después con “un Hemingway”, Tener o no tener, de Howard Hawks, donde conoce a «la flaca» Lauren Bacall con la que inicia uno de los romances (y matrimonios) más recordados de Hollywood.
Se trata de una joya, el descreído Bogart y el beodo Walter Brennan contribuyen a la causa de la Resistencia francesa sacando valor de donde no lo había. La pareja alcanza el cielo en 1946 una de las cumbres del género, El sueño eterno (1946), igualmente de Howard Hawks. Basada en la novela homónima de Raymond Chandler, se trata de cine negro en estado puro: diálogos afilados cargados de ironía y una trama tan compleja y sembrada de incógnitas que desafía la capacidad del espectador para seguir el hilo de los acontecimientos que posiblemente era lo que menos importaba a su autor.
El estado de gracia se mantiene en los años siguientes con Callejón sin salida (John Cromwell, USA, 1947), La senda tenebrosa (Delmer Daves, La actualidad de Humphrey Bogart), pero sobre todo con El tesoro de Sierra Madre (USA, 1947), una adaptación efectuada por John Huston como un proyecto personal de la extraordinaria novela del misterioso anarquista germano afincado en México que firma como B. Traven: nuevamente asistimos a una vivisección de la lógica del capitalismo, de una temática que podríamos interpretar como un precoz alegato del decrecimiento. Sobre todo en la filosofía del personaje de Walter Huston.
Como productor se compromete en dos alegatos abiertamente progresistas: a) Cayo Largo (ídem), que adapta la novela homónima de Maxwell Anderson y en la que encarna a un antiguo brigadista en España obligado a enfrentarse con unos gángsteres con mentalidad empresarial, y b) Llama a cualquier puerta (ídem), su primer encuentro con Nicholas Ray (con el que también hará En un lugar solitario (In a Lonely Place), que alcanzó notoriedad como un adelanto del subgénero del “negro”, conectado con los conflictos propios de la delincuencia juvenil; un film desigual totalmente bienintencionado (al final es la sociedad la que produce a estos jóvenes).
Su punto más alto quizás sea el hombre por excelencia, con el que todo espectador temía que soñara su compañera, en La reina de África (USA, 1951), tal vez la película de aventuras más famosa de John Huston, y una de las más apreciadas: su reestreno a principios de los ochenta provocó grandes colas. Luego ya nada fue igual.
De reconocidas inclinaciones “rojas”, poco amigo de los convencionalismos de Hollywood, Bogart se erigió en portavoz del nutrido grupo de actores contrarios a la caza de brujas promovida por el senador McCarthy, y su foto junto con Lauren encabezando una manifestación de protesta es una de las más emblemáticas de una resistencia que, según la frase célebre y cruel de Orson Welles, claudicó por mantener sus piscinas.
Lo cierto es que su tono inicialmente decidido cambió cuando se encontró en el centro de una campaña y de una presión muy fuerte de la Warner Brother, entonces titubeó y declaró que rechazaba el “comunismo” y que lo único que le guiaba era la defensa de las libertades. La derecha hizo sorna de sus declaraciones, y desde la izquierda se interpretó sus declaraciones como una genuflexión.
Aunque todavía trabajó en películas como las de antes, tales como la estupenda Sin conciencia (1951, realizada por Raoul Walhs aunque firmada por el ignoto Bretaigne Windust); un film trepidante en el que Bogart interpretó a un fiscal investigando a un peligroso criminal dejando en evidencia el enorme poder del crimen organizado en los USA, mientras que el FBI se dedicaba a perseguir a “los comunistas”; El Cuarto Poder (Richard Brooks, USA, 1952), una parábola sobre periodismo de investigación libre que aquí nos llegó por TVE; La condesa descalza (1954), realizada por Joseph L Mankiewicz a la mayor gloria de Ava Gardner, lo mismo que Sabrina (1954) lo sería para Billy Wilder con Audrey Hepburn … Humphrey se despedirá con Más dura será la caída (USA, 1956), lo mejor de Mark Robson, y que desentraña los sucios negocios que acompañan el mundo del boxeo.
Pero antes ensució su nombre con dos títulos con los que los estudios obligaron a sus realizadores y actores a rendir pleitesía al orden establecido: a) El Motín Del Caine (USA, 1954), dirigido por el delator Edward Dmytryk y cuyo contenido haría las delicias de los próceres del franquismo: el estado psicótico de un capitán de navío no justificaba, antes al contrario, la existencia de un motín por parte de los mandos subalternos que quedan al final como unos meros ambiciosos, y b) Horas Desesperadas (USA, 1955) del liberal William Wyler; en la que una banda de malhechores ocupan la casa de una honrada familia burguesa que al final se ve obligada a utilizar la violencia en su propia defensa.
Estos casi epílogos fueron un fiel reflejo de la acelerada decadencia del Hollywood. Por la misma época de la muerte de Bogart caerán también Gary Cooper, Spencer Tracy y Clark Gable, y en la década siguiente será el turno de John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, etcétera, etcétera.
Artículo escrito y cedido por Pepe Gutierrez Alvarez
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