Una mujer para dos

UNA MUJER PARA DOS (1933)

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UNA MUJER PARA DOS

«Una mujer para dos» (Design for Living, de 1933), es una inteligente y atrevida comedia (para la época), plena de diálogos jugosos, donde asistimos a un descarado trío y normas estrictas: nada de sexo. Al menos eso parece aunque Lubitsch siempre busca la picaresca complicidad del espectador, una joya disponible en FILMIN.

Una obra maestra que no goza de la fama de “Ser o no ser” o “Ninotchka”, quizás no tenga la enjundia y el lustre de “La octava mujer de Barba Azul” o “Un ladrón en la alcoba”, puese ser “Una mujer para dos”, la película más modesta de su etapa americana, la de un reparto más restringido (prácticamente el cuarteto protagonista), la de acción más escueta y desposeída de argumentos afluentes, y sin embargo en su recatada humildad que tantas veces la hace pasar inadvertida, “Una mujer para dos” contiene, enteras y quintaesenciadas, las obsesiones que pueblan el universo creativo de Ernst Lubitsch, también los recursos formales que le otorgaron indiscutiblemente el cetro de rey de la comedia.

El tema que presta su aliento a la trama es, como siempre en el cineasta, el amor. Un amor al que se accede, después de abolir ciertas trabas sociales, después de infringir ciertos tabúes que convierten el enamoramiento en una jocosa peripecia. Gilda Farrell (Miriam Hopkins), joven publicista de la agencia regentada por Max Plunkett (Edward Everett Horton), coincide en el vagón de tercera clase de un tren que la conduce hasta París con una pareja de artistas bohemios, Tom Chambers (Frederic March) y George Curtis (Gary Cooper), que sestean indolentemente, con los pies encaramados en el asiento que Gilda ocupa. Aprovechando el sueño displicente de ambos, Gilda esboza en su cuaderno una caricatura de los dos compañeros de viaje, con quienes intimará jocosamente antes de llegar al destino común.

Pronto sabremos que Chambers es autor de comedias que nunca han llegado a estrenarse, y que Curtis pinta retratos irónicos, como una Lady Godiva en bicicleta que Gilda vitupera amablemente. Después de haberse lanzado unas cuantas pullas inofensivas, ya habrá brotado entre los tres una indisoluble camaradería a la que pondrá coto el inoportuno Plunkett, jefe y amigo de Gilda, que la espera en el andén de la estación, haciendo gala de una amabilidad sospechosa. Basada en una obra de Noel Coward que entonces triunfaba en Broadway, “Design for living” y adaptada por el gran guionista Ben Hecht, la película de Lubitsch es un prodigio de audacia para su época en la forma tan elegante de abordar un autentico “menage à trois”.

Es la emoción de la insolencia, la fascinación por lo prohibido, el adulterio sibilino, el inconfesable pecado banalizado con un descaro apabullante y asombroso. El nuevo rol femenino, muy adelantado a su tiempo, expresa una filosofía de la vida golosa y risueña, que no puede resignarse a elegir. Los detalles en el cine de Lubitsch son decisivos para comprender su humor irónico y mordaz: las ingeniosas elipsis, el juego con las puertas en las que los protagonistas entran y salen, los diálogos afilados, los insertos, la subversión sexual, “el pacto de caballeros” que sacrifica el amor a cambio de una difícil convivencia consagrada al ejercicio del arte. Es poner el lenguaje cinematográfico en primer plano, sin que el espectador abdique de su inteligencia. La genuina sofisticación de la puesta en escena es encantadora y brillante, es el humor burbujeante, espumeante sobre el brillo superficial de la vida, para revelar, que al fin y al cabo, nada tiene importancia. Es el famoso “Toque Lubitsch”, el arte de un enamorado de la vida y de las cosas, que alcanzó el grado supremo de la universalidad.

Reseña escrita y cedida por Antonio Morales

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