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EL CUARTO MANDAMIENTO
-La decadencia de una estirpe, el fin de una época-
Por Antonio Morales
Estimados amigos: ¿Qué os parece este film de Orson Welles, poco comentado en el grupo? Disponible en varias plataformas de TV. «El 4° Mandamiento» (The Magnificent Ambersons. 1942). Narra cómo a finales del siglo XIX, la mansión Amberson es la más fastuosa de Indianápolis. Cuando su dueña, la bellísima Isabel, es humillada públicamente, aunque de forma involuntaria por su pretendiente Eugene Morgan, lo abandona y se casa con el torpe Wilbur Minafer. Su único hijo, el consentido George, crece lleno de arrogancia y prepotencia. Años más tarde, Eugene regresa a la ciudad con su hija Lucy, y George se enamorará de ella.
Aunque Orson Welles la repudió porque no respetaron su montaje, y sobre todo despreciaba el tercio final del film, que fue montado al dictado de la RKO, la obra no resulta nada desdeñable, en mi opinión. Al parecer, el “delito” fue perpetrado durante la ausencia del genio que se había desplazado a Brasil para realizar un documental para el gobierno: “It´s All True”. El montaje de Welles duraba 131 minutos de los 88 que fue el resultado final, pero debemos opinar de lo que fue y no de lo que pudo haber sido puesto que no lo conocemos.
Una película deslumbrante y hermosa pese a la manipulación de la productora, muy alejada de la tentación del exceso, la desmesura epatante y habitual en Welles, ante el que siempre me he rendido incondicionalmente.
“The magnificent Ambersons”, título que prefiero al español, basada en la novela del poco conocido Booth Tarkington que, al parecer era amigo del padre de Orson Welles, por lo que parecía maravillosa. Aunque la película podría describirse como: la decadencia de una estirpe y el film de una época, Welles consigue articular y exponer la poética “wellesiana” en una bellísima historia de amor entre Eugene e Isabel, un amor que se pretende recuperar al mismo tiempo que se extingue una forma de vida.
Eugene Morgan (Joseph Cotten), hombre emprendedor que fabrica automóviles, una clara metáfora del progreso que representa frente al pasado que encarna su amada y melancólica Isabel Amberson (Dollores Costello), y su detestable, altanero hijo George (Tim Holt), que se aferra a un pasado sin aceptar que los tiempos cambian irremediablemente.
Pero además del estupendo plantel de actores del Mercury Theatre de Welles, hay otros protagonistas, la fastuosa mansión de los Ambersons como símbolo del paso del tiempo, esa escalera majestuosa como testigo de la decadencia que recuerda a escaleras de Wyler y de Ophüls en sus maravillosos melodramas. Donde la cámara del excelente operador Stanley Cortez, movida con suntuosidad siempre oblicua, espejo de los personajes, suplanta los ojos febriles del espectador. La composición de los planos con escenas memorables (la escena del baile, la carta que escribe Eugene) ilustradas por la música de Bernard Herrmann, la bellísima Lucy (Ann Baxter) hija del emprendedor, de la que se enamora el holgazán y presuntuoso George, enajenado en un mundo que se desintegra.
Una obra tan compacta que permite, con el paso del tiempo, olvidar su virtuosismo y retener de ella lo esencial. Los personajes se asemejan al universo de Marcel Proust en recuperar el tiempo perdido, parecen empeñados en vivir la desdicha y la tristeza, a través de espejismos de felicidad, pues son muy pocos los momentos felices y en el fondo de ellos domina la tensión. En un film evocador donde la singular voz en “off” de Orson Welles (versión original) nos describe con sus palabras de introducción a un mundo y un contexto concreto, el de una época en que una clase opulenta, dominante e improductiva vagaba en la autocomplacencia, irrumpiría la modernidad con inventos como el automóvil, la industrialización, el aeroplano e incluso el cine que revolucionarían el inminente siglo XX.
Artículo escrito y cedido por Antonio Morales
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